En los relatos del Grito de Independencia colombiana (20 de julio de 1810), es con frecuencia ignorado el papel relevante de José Acevedo y Gómez. Descollaba entre todos los promotores de las revueltas por su facilidad de palabra y su oratoria encendida. Apenas lo que se necesitaba para ese día de mercado.
Mientras José María Carbonell iba de casa en casa y de tienda en tienda, sacando y agitando al pueblo para que se agolpara en la plaza mayor, Acevedo enardecía los ánimos para que, todos a una, pidieran el cabildo abierto. El objetivo, es sabido, era lograr la creación de una junta de gobierno independiente, que, siendo leal a Fernando VII, no tuviera que contar con el lejano (y displiscente) aval de las Juntas gaditanas.
Eso se logró después de muchas horas de arengas de parte de nuestro Hermes criollo, quien, por supuesto, aprovechó el conocimiento que se tuvo de los planes de cierto grupo de realistas de asesinar a criollos promotores de la independencia. Las aguas se agitaron todavía más y comenzó el efecto dominó que condujo, el año siguiente, a la declaración definitiva de independencia por parte de Mompós y Cartagena; y a lo que vendría a dar comienzo a nuestra historia repetida, la Patria Boba, los mismos criollos independentistas, centralistas y federalistas, enfrentados a bala para decidir quién en este terruño tenía la razón.
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